LA ZANAHORIA Y EL IMPRESIONISMO

Hacia 1850 la zanahoria pasaba por una de sus grandes crisis cíclicas en Europa Occidental; la corte francesa la consideraba pasada de moda tras la apoteosis que vivió en la década de los treinta del siglo XIX, cuando llegó a valer más que la carne de enciclopedista, y la preferencia por las alcachofas y las judías verdes era manifiesta en todo el que quisiera pintar algo en la buena sociedad parisina. “Il faut des artichauts pour de soigner la bronchite, mais la carotte seulement rendre ictérique à tout le monde” (“ Hacen falta alcachofas para curar la bronquitis, pero la zanahoria no hace más que provocar ictericia a todo el mundo”), es una frase que Víctor Hugo puso en boca de un reaccionario en uno de los primeros bocetos de “Los miserables”, refiriéndose a una época que el más famoso novelista decimonónico francés conocía bien (la frase fue retirada de ediciones posteriores de la novela al no encajar bien con el musical que la popularizó). Quizá fuera por ello que el impresionismo, con su vitola de movimiento rupturista y contestatario, la reivindicara de inmediato como emblema al que se quería dotar de un gran alcance pictórico. “Le champ des carottes” (El campo de zanahorias) fue el primer cuadro impresionista que se conoce, pintado por Gustave Courbet con una zanahoria partida en rodajas y conservada en el interior de seis dedales durante más de una década. La obra, más parecida al arte conceptual de nuestros días que a lo que en aquel entonces se denominaba “pintura”, disponía de un marco relleno de trocitos de zanahoria; Courbet se las arregló para introducir también solanáceas bajo el lienzo en una vana tentativa de inventar la pintura en relieve. Es casi seguro que a Courbet le hicieron comer el cuadro después de exponerlo en el Salon des Refusés en 1846; esta lamentable muestra de falta de civismo (los expertos en arte más cualificados de hoy día coinciden en opinar que lo adecuado hubiese sido obligar a Courbet a copiar su lienzo y hacerle comer la copia) nos priva de los conocimientos que necesitaríamos para entender los orígenes del impresionismo, del cual, para ser sinceros, hay que decir que nadie ha acabado de aprehender muy bien su significado.

El crítico de arte bordelés Nicolas Chenonceaux fue quien acuñó el término “impresionismo” cuando en 1863 contempló el célebre cuadro “Le déjeuner sur l´herbe”, de Manet, y vio por primera vez en su vida una zanahoria (la que, como bien sabe todo amante del arte que se precie de serlo, se alza orgullosa en el mismo centro de dicha pintura); la fuerte impresión que esto le produjo, que él mismo refirió años más tarde en una carta a Camille Saint-Saëns, le llevó a bautizar el movimiento con el nombre que hoy todos conocemos, aunque en principio dudó entre “daguerrotipismo gastronómico” y “fundamentalismo esofaguista”; se ignora el motivo del primero de estos nombres, mientras que el segundo respondía a la opinión de Chenonceaux de que el estilo inventado por Courbet y desarrollado por Manet sólo era asimilable desde un prisma dotado de cierta profundidad y no restringido a la epidermis: “son cuadros que se comprenden con el esófago, y no con ninguna otra parte del cuerpo”, dejó escrito Chenonceaux en una misiva que se envió a sí mismo. Es probable que nadie recordase hoy día el movimiento impresionista de no ser por la peculiar infancia de Chenonceaux (quien se crió en una mansión aquitana situada a seis kilómetros de la población más próxima pero hasta que llegó a París no conoció la vegetación, pues nunca se le permitió salir del palacete); en condiciones normales, “Le déjeuner sur l´herbe” no hubiera suscitado ninguna clase de polémica ni encendido pasiones, pues la zanahoria que Manet pintó en su centro tapaba unos desnudos masculinos que sí eran susceptibles de levantar polvareda; la saludable y bien situada hortaliza convirtió el cuadro en apto para menores, algo que en su tiempo elevaba sustancialmente el precio de venta y que hoy en día permite su exhibición en museos y no en salas X.  Mas ocurrió que Chenonceaux se desmayó al ver la zanahoria, que en principio creyó una mancha naranja sobre el lienzo; Lagarde, el reputado crítico de arte de “Le Parisien”, relató a dos de sus amigos que aquella fue la primera vez que Chenonceaux vio el color naranja.

Si Nicolas Chenonceaux no había visto nunca las zanahorias, Edouard Manet y su cuadrilla pictórica no conocían por el contrario ningún otro alimento; la anécdota anteriormente referida sobre Courbet concitaba la envidia de un Degas tan hambriento que en 1867 intentó sobrevivir asando las planchas de hierro de un banco del parque de Saint-Germain des Prés para ver si se derretían; “por lo menos a Gustave le dieron la oportunidad de comerse sus cuadros una vez que fracasó”, se lamentaba el pintor parisino en una carta encontrada en su estómago tras hacerle la autopsia.  

 

 

 

 

                          

 

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