Capítulo III. Mas a pesar de todo, el mundo no ha olvidado que Pigalle será siempre español.

El  acre y funesto hado de la refriega ha vuelto a tomar posesión del hondamente cristiano y otrora bucólico hogar de José Antonio Linares y Gómez (José Luis López Vázquez) y señora (Concha Velasco). Acontece que el probo funcionario de casta español que en la madrileña comisaría de Cuatro Caminos expide sin pausa documentos nacionales de identidad anda otra vez a la greña con su católica esposa María Dolores Macías y Carrasco. Y no es que la devota consorte de don José Antonio haya pillado a éste en un “affaire”; de todos es sabido que a despecho de las numerosas vedettes y artistas de varietés que se le han insinuado mientras les tomaba las huellas para tramitarles el DNI, el funcionario respetable por antonomasia sigue fiel como un perrillo a su fervorosa compañera de rutinas y monotonías. Pero las inusuales salidas nocturnas en que se engolfa José Antonio Linares y Gómez van agrietando a ojos vista los sólidos cimientos de su casto enlace, pues el leal siervo del Estado español no puede explicar de ninguna manera a su devota cónyuge por qué todos los viernes y sábados abandona el lecho matrimonial y se adentra en la turbia y sórdida vida nocturna capitalina, siempre repleta de crápulas y flamencos. María Dolores Macías sabe muy bien que su marido no va a la calle Cuenca, pues las visitas a la reputada casa de lenocinio allí sita suelen tener lugar en muy distinto momento de la jornada, de preferencia a la hora del carajillo o tras dar de mano en la comisaría. El terror pánico a que su sacrificado esposo haya hecho sociedad con amigachos de la índole de Garcés (Alfredo Landa), funcionario no respetable, y aguarde la llegada del crepúsculo para reunirse con tan dudosas compañías al propósito de echarse al coleto unos vinazos del Pisuerga corroe a la muy temerosa de dios mujer de José Antonio Linares y Gómez, pues no ha mucho que el citado Garcés afanó para empeñarlo por veintitrés con cincuenta un escapulario muy querido de la señora Macías y Carrasco, pues cuenta la leyenda que San Juan de la Cruz escribió en él su obra completa en letras de un ángstrom de longitud, milagro que a la postre le conduciría a los altares. No contento con ello, el no siempre honrado pero muy alegre compañero de fatigas de Garcés enajenó una bandurria que orgullosamente decoraba el frontispicio del hogar de los Linares y Gómez recordando el pasado del cabeza de familia como integrante de agrupaciones musicales universitarias a pesar de no haber estado matriculado jamás en educación superior; la señora de Linares teme, y razón no le falta, que su fiel y dedicado cónyuge haga demasiadas migas con gentes propensas al jolgorio y la francachela, pues la camaradería de su marido con personajes de ese carácter le va a acabar dejando sin objetos litúrgicos y va a tener que hacerse sintoísta o mahometana, pues a ella no la educaron para rendir culto al señor sin imágenes como una cismática o una cualquiera.

Mas la señora de Linares está en trance de consumirse en el fuego eterno por otros motivos. Entre los más evidentes, el haber faltado a su deber como amante esposa y madre dejando que  fructificara en ella un maligno germen de desconfianza hacia su marido, faltando así a la palabra dada ante el altar el santo día de su matrimonio; por más que cierta prevención ante las acciones de José Antonio Linares y Gómez esté justificada, pues “errare humanum est” y además su afición al compadreo con mercachifles y ganapanes como Garcés es más que patente, el asiduo transeúnte de la calle Cuenca sigue siendo todo un honrado funcionario de casta español y dudar de él es dudar del mismo estado al que sirve, indisoluble con dios y con la historia como dijo don Federico Jéguel. Más aún cuando lo que el laborioso burócrata hace tras el ocaso no tiene nada que ver con jaranas ni con fandangos ni con taconeos, pues el fin de los aparentemente estrambóticos paseos noctámbulos de don José Antonio no es otro que elevar el ingreso nacional y de paso mejorar la situación pecuniaria de los Linares y Gómez, visto que el cabeza de familia no acierta una en las quinielas y que un jornal de empleado de ventanilla no alcanza para dejar de ser económicamente débil por más que a veces se trabaje a destajo. Antes del alba de los días feriados, el dinámico y emprendedor funcionario de casta español sale a la calle a recoger los restos de vino peleón y de otros alcoholes destilados que los estudiantes dejan allí tras sus entrañables farras universitarias, de tan grato recuerdo para Linares aunque hemos de repetir que él no cursó nunca licenciatura alguna. Con la ayuda de un pequeño laboratorio casero obtenido tras sugerir al decano de Ciencias Químicas de la Complutense la posibilidad de una dilación indefinida en los trámites de su DNI (favores con favores se pagan), José Antonio Linares y Gómez se propone fabricar ceregumil, que mezclado con apio y morcilla de Burgos en unas proporciones sólo por él conocidas dará lugar a MORAPIO™, el reconstituyente de casta español que al niño da fuerza y a la niña fuerza y maña. Con las pingües pero cabales ganancias proporcionadas por el  MORAPIO™, Linares piensa regalarle a su católica esposa un rosario con cuentas de carey que ella vio una vez en un comercio segoviano de artículos litúrgicos, mas pareciéronle excesivas a la muy hacendosa mujer las 325 pesetas del ala que costaba. Sin embargo, Linares no puede hacer partícipe de sus audaces planes mercantiles a su católica y dilecta media naranja, pues ésta, escéptica en todo menos en religión, creería que su marido utiliza en sí mismo las materias primas con las que en teoría fabrica su reconstituyente.

Así siguen las cosas en el muy creyente hogar de los Linares y Gómez, con el abnegado paterfamilias luchando denodadamente por suplir de algún modo su completa ignorancia en materia de química orgánica; después de que las más diversas rogativas a vírgenes variopintas no hayan tenido otro efecto que el de provocar la lluvia que Monzón de Campos tanto necesitaba para disimular el españolísimo hedor proveniente de sus factorías, el bravo funcionario se quema en vano las cejas leyendo todos los manuales para aprender química orgánica en cinco días que encuentra en el mercado negro. Mas Linares es un español de pro y, como tal, no le ha llamado dios por los caminos de la ciencia; el casto héroe de la grapadora y las huellas dactilares podía haber descollado en teología, pero como en cualquier caso nunca se vio honrado con más título que el de bachiller, no rivalizará jamás en sapiencia de las cosas de dios con el célebre biblista Castillo García, M. Sin poder apelar a lo natural ni a lo sobrenatural, José Antonio Linares y Gómez se las ve canutas para obtener el ceregumil de los licores que furtivamente ha apañado. Pero Linares, como buen castellano viejo sin ni gota de sangre judía que es, se crece ante la adversidad y ante su propia incompetencia; por otro lado, aun sin concebirlo en esos términos, pues es el “Marca” su única lectura y la muy objetiva gaceta balompédica nunca menciona vocablos tan culteranos, Linares piensa que él y su familia siempre han tenido miedo de la mezcla y la síntesis, ya que lo propio de los suyos es y será eternamente la unidad, la totalidad y la autarquía. Por tanto, el valiente alguacil, modelo de chupatintas, decide dejar de calentarse la cabeza con fórmulas matemáticas, que eso nunca nada bueno a un español ha reportado, y utilizar un solo ingrediente para generar el ceregumil: el coñá, que en las más abnegadas familias de España siempre ha servido para curar el escorbuto y los ganglios. En el principio, Linares duda si la receta del carajillo, tan reconocida internacionalmente, no servirá mejor como reforzante de las defensas infantiles, mas entonces repara en que el carajillo se constituye de dos ingredientes y él ignora la proporción de cada uno de ellos. Una vez sintetizado el coñá siguiendo la varonil receta de una parte de coñá por cada cero partes de otras materias, Linares se dispone a preparar la mezcla del licor con apio y morcilla de Burgos tomando la arrojada decisión de que dicha mezcla se componga de un tercio de coñá, un tercio de apio y un tercio de morcilla de Burgos, medidas que demuestran que un funcionario de casta español se puede atrever hasta con la química y dejar en bragas a todos los catedráticos que en Alemania han sido.

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Afiche diseñado por José Antonio Linares y Gómez con audaz técnica publicitaria, de modo que los españoles conozcan la presencia en los ultramarinos del jarabe que a partir de ahora les ayudará en sus quehaceres.
Una mañana, Linares se dirige, impasible el ademán patriótico, a la oficina donde día a día cumple como un verdadero español su labor de identificar a los españoles como tales, y no como luteranos, moros o separatistas. Su intención una vez en la comisaría es, provisto de un mortero sisado subrepticiamente del domicilio conyugal, machacar el apio y la morcilla de Burgos para después fundir la mezcla en los hornos crematorios de la comisaría y diluirla luego en el coñá. El tampón de sellar “María de la O” le servirá para dicha tarea, confiriéndole además la tinta un peculiarísimo sabor a la majada resultante, el cual a buen seguro ayudará al MORAPIO™ a ganarse el prestigio de las buenas medicinas. Su oficina es perfecta para estos menesteres, pues la gritería acostumbrada en toda dependencia del estado español que se precie de tal silenciará a buen seguro el golpeteo del tampón de sellar contra el mortero e impedirá que su católica esposa sepa de lo que Linares está tramando. Ese día, empero, José Antonio Linares y Gómez no podrá machacar su mortero en el despacho, pues intereses superiores se interpondrán una vez más entre él y su tampón de sellar.

Esa mañana, el trasiego de oficiales administrativos trasladando de un lado a otro todo tipo de legajos y precipitándose sobre los anaqueles para extraer los expedientes aún archivados desconcierta a Linares, requiriéndose todo el saber literario de la plantilla de Documentación, amén del concurso de dos o tres funcionarios de investigaciones, para ilustrar a Linares acerca de ciertos sucesos acaecidos poco tiempo ha y que de sobras fundamentan para cualquier varón juicioso tanta agitación y algarabía. José Antonio Linares y Gómez, funcionario temperamental donde los haya, profiere muy castizas expresiones de incredulidad ante lo que le es narrado, pues en verdad haría falta un autor señero, un Benavente o un Muñoz Seca, para tejer la trama de lo acontecido. Las nuevas que de tal forma sobresaltan a don José Antonio se relacionan con su inminente traslado a París para hacer de punta de lanza de una nueva operación de conquista del territorio francés; con afán de resolver el problema planteado por nuestra tradicional inferioridad en armamento convencional frente a los taimados gabachos, en los sótanos del Ministerio se ha tramado un plan como siempre infalible para que la patria aherroje por fin a la Francia atea y acabe de una vez y para siempre con las herejías disolventes que desde ella se propagan. Dicha estrategia se cimenta en el aprovechamiento integral y autárquico de dos recursos abundantes en nuestra piel de toro pero escasos en aquella tierra de judíos: los reconstituyentes y el fútbol. El desarrollo concreto del plan pasa por abrir oficinas del DNI clandestinas por toda Francia, donde la adicción al reconstituyente de muchos comesalsas de ésos sería astutamente utilizada para expedirles documentación española y convertirlos por tanto en súbditos de nuestro Jefe del Estado. Al mismo tiempo, aviones Breguet del ejército del Aire bombardearían las principales ciudades francesas, centros de vicio y perdición que en nada tienen que envidiar a Sodoma y Gomorra, con equipaciones del Real Madrid que a buen seguro han de entusiasmar a la juventud francesa, pues se trata de una escuadra como no hay otra igual en el mundo entero. El plan, bautizado con sensatez sólo posible en un Ministerio español como “La guerra por otros medios”, culmina en un emplazamiento al gobierno de los que nos vuelcan los camiones para que se juegue la soberanía nacional en un certamen de flamenco al que España enviaría, como no, a la sin par Juanita Reina y en el que todos los jurados serían españoles de pura cepa. La avasalladora posición de fuerza de que España disfrutaría cuando toda Francia luciera la elástica madridista y dispusiera de documentación más española que el Alcázar de Toledo obligará a los desalmados franchutes a aceptar las condiciones que nuestro glorioso ejército les imponga; la inconmensurable doña Juanita arrasará en el subsiguiente certamen de cante jondo por incomparecencia del rival (de todos es sabido que en la Francia atea no hay cantaores) y la autoridad sobre las tierras que fueron de los galos, incluyendo las colonias africanas, volverá a España, de donde nunca debió salir. El plan se cierra con un desfile de la Victoria sobre los Campos Elíseos y la solemne proclamación por nuestro Jefe del Estado de un decreto prohibiendo a las queserías de allende los Pirineos fabricar ningún tipo de queso que no sea el manchego, con lo cual Francia dejará de ser el país de las quinientas clases de queso y podrá por fin ser digna del imperio de los buenos gobernantes españoles, siempre tan reacios a lo complicado como buenos católicos, pues saben que, de haber querido el Señor que sus fieles apreciaran la complejidad, nos hubiera ordenado creer en un culto pagano politeísta como el de sus crucificadores; es por ello que España ha recibido de Dios la misión de poner de rodillas y redimir a la atea y politeísta Francia que cree en ídolos como Ediz Piaf y Yacs Brel, y José Antonio Linares y Gómez se dispone a liar el petate para aportar su granito de arena en tan apostólica empresa.

Mas no se encuentra en ese momento el probo funcionario de casta español en disposición de emprender viaje a tierras de infieles como si tal cosa; aunque él personalmente se halla deseoso de servir a la nación española familiarizándose con las costumbres del país vecino (que no amigo) y estableciendo lazos de conocimiento con sus habitantes, su católica esposa María Dolores opina que el servicio a Dios está por encima del servicio a la Patria, y que un buen católico debe honrar a su señor negándose a pisar la Francia atea del mismo modo que Jesucristo se negó a salir de Palestina. En opinión de la señora Macías, Francia se condenó tras los sucesos de 1789, y la única posibilidad de redención que le cabe pasa por su hundimiento bajo las aguas del Océano Atlántico. José Antonio Linares y Gómez sabe bien que no ha de despreciar las fundadas objeciones de su católica esposa, pues a buen seguro constituirían causa justificada de anulación de matrimonio en el Tribunal de la Rota. Mas a pesar del cariño que sigue profesando a quien es por la gracia de Dios su cónyuge, don José Antonio es un hombre que los tiene bien puestos y que no va a tolerar que sea la mujer quien lleve la voz cantante en su casto hogar en manifiesta insurrección contra los designios del derecho divino. Atrapado de esta forma entre la Familia y la Patria pero inflexible en su determinación como el bravo administrativo que es, José Antonio Linares y Gómez consulta a Garcés, su inseparable pero no respetable compañero de oficina, acerca de la mejor manera de proteger su matrimonio y su laboratorio clandestino, prometiéndole un tercio de las eventuales ganancias del MORAPIO si su estratagema da resultado; Linares, empero, acaba prestando oídos no a Garcés (pues la treta que éste urde consiste en provocarle un patatús a doña María Dolores empeñando en el mercado negro su venerado exvoto del tumor renal de su católico abuelo don Ataúlfo Macías y Castelar, que, ofrecido a San Cosme Nepomuceno, patrón de los fabricantes de quinqués de aceite, sirvió para que don Ataúlfo sanara de su grave afección) sino a su tampón de sellar María de la O, que una vez más muestra la lucidez que por momentos asalta a los neurótico-depresivos cuando propone pagar un jornal a una trabajadora de la reputada casa de lenocinio de la calle Cuenca para que suplante a Linares durante su estadía francesa. Instado a elegir entre dos lealtades que él jamás imaginó que pudieran hallarse en conflicto, el honesto alguacil vence, no sin dificultad pero tampoco con ella, ciertos escrúpulos de índole ética que su conciencia le plantea, pues el truco preconizado por su lacrimoso instrumento sellativo precisa de una interpretación bastante libre de las claras reglas de doctrina que la Santa Madre Iglesia ha dado a los hombres de bien para que no se pierdan por el sendero de los descarriados. No tarda mucho el honorable servidor del Jefe del Estado en presentarse ante la Tífani (Norma Duval), honesta colipoterra que ejerce su labor con eficiencia e higiene en el local más frecuentado por José Antonio Linares y Gómez después de su lugar de trabajo, y ofrecerle un jornal de doce con cincuenta y cinco más pluses por ocupar el lugar que él deja en Madrid para irse a luchar por la Patria. La Tífani, unida a don José Antonio por los lazos de amistad y concordia que España mantiene con los países hermanos de las Américas (y por algunos otros lazos más relacionados con las costumbres de los españoles en los países hermanos de las Américas allá por el siglo XVI) no duda en aceptar los emolumentos ofrecidos por su respetado cliente, y se apresta ya a cubrirse con los ropajes de don José Antonio y ensayar su tono de voz de forma que doña María Dolores Macías no note el ardid.

Una fría mañana de noviembre, José Antonio Linares y Gómez parte, alegre el corazón e impasible el ademán, a la Francia infiel y barragana a imponer el camino, la verdad y la vida con métodos bien es cierto que esquinados, pero Dios escribe derecho con renglones torcidos y ya el buen Gobierno español ha ordenado que no se repare en medios a la hora de convertir a los gabachos de mierda al único credo posible para una criatura de Dios, el que emana de las tierras, arbustos y matorrales de la ancha Castilla. José Antonio Linares y Gómez es entonces destinado a una insalubre covachuela del infecto arrabal parisino de Pont de Vallêques, sita en la Rue du Clown Fofo, donde ha de dar rienda suelta al disfrute de su labor administrativa emitiendo innumerables documentos nacionales de identidad a cambio de unas gotas de reconstituyente. Como el francés que conoce Linares se reduce a las palabras “meublé”, “menage a trois” y “cognac”, y el bravo funcionario de casta español no puede mostrar ni siquiera esta mínima formación lingüística pues el único idioma foráneo que puede hablar un celtíbero como Dios manda es el latín, y eso sólo si es cura, el valiente y servicial experto en documentación se limita a situar un legajo delante de los solicitantes (redactado en un francés con una ortografía correctamente reespañolizada aunque no se adecúe mucho a lo Cuadro de texto:  
La españolísima flecha señala el lugar en donde José Antonio Linares y Gómez resiste a la anticlerical turba de franchutes que intenta arrojarle al Sena.
que los franceses, siempre tan persistentes en el error, entienden por lengua francesa)  y esperar pacientemente a que rellenen las casillas; después, con la precisión de la Legión Cóndor, fija con pegamento Imedio una instantánea del interfecto sobre una cartulina azul con los colores de la bandera de España y mecanografía el nombre y la filiación de cada gabacho adicto al reconstituyente sobre la susodicha cartulina. Para culminar el proceso, Linares, maestro chupatintas de artesanas manos, cubre la cartulina con un plástico fabricado por Industrias Químicas Robledo, S.A., españolísima factoría radicada en San Baudilio de Llobregat, y ofrece al peticionario su cédula de identidad acompañada de un vaso de aguardiente gallego bien surtido de ceregumil. A la sazón, José Antonio Linares y Gómez se ha traído de España veinte litros de la primera majada del MORAPIO para experimentar con cobayas forzosos gabachos su muy trabajado reconstituyente, ya que hacerlo en España con personas sería escasamente humanitario y compasivo. Convencido de la supremacía de su elixir vigorizante sobre el resto de la oferta existente en el mercado patrio, el intrépido administrativo y químico industrial autodidacta no tiene empacho en adentrarse en el Almacén Central de Bebidas Espirituosas y Vitaminadas de la Embajada de España, localizado en la parisina Porte du Soleil, kilómetro cero de Francia, y derramar cantidades de su MORAPIO en el interior de las botellas de reconstituyente allí apiladas. “A quien viene a nosotros suplicando de rodillas ser admitido en la patria de los cristianos se le ha de tratar con la mayor generosidad y darle lo mejor de nosotros mismos”, piensa Linares mientras provisto de un berbiquí intenta rellenar de MORAPIO uno tras otro los 56.780 envases en aquel momento depositados en la Embajada. Después, el valeroso custodio de legajos regresa a la comisaría de Pont de Vallêques a cumplir con su deber con la patria al tiempo que, como en América, busca un brillante amanecer para sus sueños a través de su sin par iniciativa y pundonor, en este caso aplicadas al ramo de los reconstituyentes. Todavía le queda al muy eficiente y cumplidor funcionario algún que otro rato para el solaz y el desahogo en el cosmopolita distrito de Pigalle, como de costumbre repleto de vicetiples y artistas de revista a las que ningún varón español casto se puede oponer. Cuando la incesante actividad desarrollada durante el día le deja echar una cabezada (si no, una buena rociada de licor de guindas en sus hipertrofiadas gónadas bastará para que Linares vuelva al tajo sin importar lo indecente de la hora), el  esforzado perito en documentos descansa en una tienda canadiense del glorioso Ejército de España montada en el interior de la comisaría de Pont de Vallêques, donde, protegido por la recia lona que una moderna industria textil alicantina tejió en su momento para el cobijo de nuestros soldados, Linares puede roncar tranquilo, sin temor a la convulsa realidad de Pont de Vallêques, barrio peligroso por la cantidad de obreros y descamisados, muchos de ellos moros, que en él habitan.

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José Antonio Linares y Gómez, desafiante y con facciones de superhombre nietzscheano, se encara con la apestosa multitud que ansía lincharlo y que su hirviente sangre corra por las aguas del Sena.
Pero él no va a darles el gusto de diñarla en la Francia atea.

Como es natural, en tierras de ogros y condenados al fuego eterno han de ocurrirle a Linares una ristra de anécdotas a cual más divertida; sin ir más lejos, un día el probo alguacil, en su afán civilizatorio, se sorprende de hallar un gato que camina ufano por las aceras de Pigalle sin que nadie lo haya envenenado. Entonces Linares, convencido de que está haciendo el Bien absoluto pues los gatos son animales propios de hechiceras y arpías, clava el rabo de la bestia en una pared, como tantas veces hizo en sus años de tierno infante, y le obliga a tragar quina. A la sazón patrulla por allí un gendarme (José Sazatornil), que así se llaman los uniformados que en la Francia atea impiden que sus nativos se entreguen al fornicio en plena vía pública como los degenerados masones sin Dios que son. Dicho agente informa a Linares de que en territorio francés y ateo existe una “legislación de protección a los animales” que acota el legítimo derecho de los transeúntes a hacer con ellos lo que se les antoje. Como el viajado funcionario de casta español recibe esta notificación en el dialecto francés que hablan en Francia y no en el francés académico que su tampón de sellar María de la O aprendió alternando con las damas extranjeras que en abigarrada multitud visitan la Feria de Sevilla (el mayor espectáculo del mundo después de las Fallas, los Sanfermines y la Verbena de la Paloma), no tiene más remedio que hacer como el que comprende al menos el sentido de la frase, ya que no el enunciado completo de ésta, y salir con los pies en polvorosa por las calles de París en busca de una iglesia donde acogerse a sagrado. No lo tiene fácil, pues amén de los gendarmes le persiguen cada vez más y más infieles y moros enardecidos por lo que ellos reputan como intolerable agresión a un indefenso animalillo; se ve que los muy idólatras no llaman “bestias” a las criaturas que Dios hizo para sostén y solaz del ser humano. A la sazón, Pont de Vallêques queda a unas ocho leguas y media; tras recorrer tres de ellas con unos cuatro mil alborotadores y sediciosos a sus espaldas, Linares, debido a su desconocimiento de la babélica metrópoli y en particular de la jerga pseudofrancesa en que están escritas las indicaciones de calles y plazas, acaba arrinconado contra una verja que protege a los réprobos gabachos de caer al Sena como merecen. Linares no puede arrojarse al río porque no está limpio y cristalino como el Tajo en la provincia de Cuenca y porque en cualquier caso él no sabe nadar, pero es un hombre de recursos y no va a dejarse avasallar por una turba de endemoniados liderada por unos cuantos gendarmecillos. El varonil perito en papeles públicos sabe lo que hay que hacer, y lo hace; reuniendo todo su legendario torrente de hispánica voz, grita: “SE DISPERSEN INMEDIATAMENTE, HOSTIA, O AQUÍ SE VA A ARMAR LA DE DIOS”. Los energuménicos franchutes nunca habían oído a nadie expresarse con tal contundencia, pues es Francia una nación de sodomitas, afeminados y judíos con más remilgos que un pastel de crema de fresa; intimidados por la cristalina proclama a voz en cuello de Linares, hacen lo que se les ha ordenado y se vuelven obedientes a sus casas. El audaz funcionario de casta español ha hecho valer de nuevo la superioridad de nuestra patria y de nuestra lengua castellana.

Mas en oscuros y hediondos mechinales que no puede iluminar fanal alguno se ocultan y aparean los enemigos de la Patria, mugrientos quintacolumnistas que no tienen escrúpulos en hacer naufragar los planes de todo un Gobierno de España elegido por la gracia de Dios, ni en poner a lo mejor del funcionariado de Documentación español a los pies de los caballos. En este caso es la CNT en el exilio la que ha tenido conocimiento de lo tramado por el Gobierno nacional, y, ardientes sus mentes calenturientas a causa del rencor y la frustración que cual úlcera recidivante corroe su enfermiza naturaleza, a estos Judas que por unos principios políticos de mierda forman entente con la Antiespaña no se les ocurre otra cosa mejor que intentar abortar la salvífica invasión hostil del territorio otrora francés. Como esos librepensadores hijos de mala madre poseen don de lenguas ya que no en vano son unas criaturas mefistofélicas, hablando entonces el francés como los mismos franceses, no tienen mejor idea que infiltrarse en las aún clandestinas delegaciones donde el Estado español se expande sin pausa basándose en el reconstituyente; para ello, los taimados miembros de la CNT en el exilio se caracterizan como los funcionarios de guardia de cada comisaría, a los que suplantan, y empiezan a expender carnés de la CNT en lugar del sagrado documento que marca para siempre al español como tal, tan santo al menos como la partida de bautismo, y zumo de zanahoria en vez del reconstituyente que les ha de devolver la vida. Cada funcionario de casta español trasladado al frente de batalla gabacho tiene entonces un doble “en el exilio” que se diferencia de él en que posee don de lenguas, sólo bebe coñá los fines de semana (y a veces ni siquiera coñá, sino cerveza), no soporta la leche aguada, escucha la música en su casa y no en las verbenas, va al cinematógrafo a ver películas con subtítulos porque los actores no hablan en español como dispuso el Generalísimo, no es entusiasta del muy ibérico arte de la pirotecnia, ni de la fiesta nacional, come comida mora, fuma tabaco rubio, se pone a veces triste y no visita casas de lenocinio tan reputadas como la de la calle Cuenca, todo lo cual incita a  albergar serias dudas sobre su virilidad. A Silvestre Barrufet Codina (José Luis López Vázquez también), anarquista del barrio barcelonés de Sants que en su momento participó en el maquis y anda buscado por la justicia nacional por mentar despreciativamente al yerno del Jefe del Estado, le es dado interpretar el papel de “José Antonio Linares y Gómez en el exilio”, que por supuesto le queda ancho a un perillán de su ralea. Pero nadie barrunta lo que allí se cuece cuando José Antonio Linares y Gómez En El Exilio reemplaza durante una semana entera a José Antonio Linares y Gómez en su puesto al pie del cañón en Pont de Vallêques mientras este último se patea París en vana búsqueda de un impreso quinielístico que rellenar como cada semana, siendo expulsado de treinta y seis estancos por romperle los tímpanos al mancebo al expresar su legítima y españolísima cólera, debida a no haber hallado en todo París algo tan básico en la alimentación espiritual del buen cristiano como una quiniela. 

Mientras tanto, en las Españas, para ser más precisos en un rincón tan acrisoladamente ibérico como la morada de José Antonio Linares y Gómez y señora, la Tífani intenta con más voluntad que acierto hacer olvidar la ausencia de José Antonio Linares y Gómez; el no haber asimilado en su totalidad, pese a sus largas horas de conversación, la esencia del funcionario de casta español más intrépido y aguerrido de todos los tiempos (aunque respetable) induce a la honesta servidora del público en general a cometer graves errores en el desempeño de la función que tiene encomendada. Especialmente torpe es su manera de conducirse en la comisaría donde José Antonio Linares y Gómez lleva a cabo diariamente su patriótica labor; y no sólo son su voz atiplada y sus femeninos ademanes un hándicap insuperable para expedir cédulas de identidad con la debida diligencia y esmero, sino que no reacciona en situaciones concretas como lo haría un alguacil que de tal se precie. Particularmente embarazoso es el momento de la llegada del superior jerárquico de Linares, don Carlos de Macías y Martínez-Fresneda, tío carnal de su católica esposa doña María Dolores Macías; ante el asombro y consternación de los habituales de la comisaría de Cuatro Caminos, la Tífani se niega a ponerse de rodillas y dejar que don Carlos mezcle un tarro de mermelada con tinta y se lo tire a la cabeza como está mandado y Linares tantas veces hizo, siempre de buen grado porque el talante genuflexo hacia el superior jerárquico es piedra filosofal de la función pública. Es seguro que el decoroso funcionario de casta español habrá de pedir excusas a don Carlos y a su católica esposa María Dolores a su llegada del averno gabacho, amén de ofrecerse a don Carlos para lo que éste guste mandar en desagravio del feo que le acaba de hacer por persona interpuesta. No menos comentada es en la comisaría de Cuatro Caminos la pifia de la Tífani cuando, debido quizá a las malas costumbres adquiridas en su empleo a tiempo completo, no se le ocurre otra cosa mejor que atender con amabilidad a un solicitante de documentos, en manifiesta inobservancia de los usos consuetudinarios de la función pública española, que Larra inmortalizara en párrafos señeros. No contenta con ello, la Tífani le expide el DNI al peticionario sin solicitar ningún legajo adicional, pretextando que ya se le han presentado los documentos exigidos para la expedición e ignorando que siempre que sea posible ha de exigirse algún trámite suplementario para demorar el proceso. Lo que es más grave, la Tífani, caracterizada de José Antonio Linares y Gómez, emite al menos quinientas cuarenta y siete cédulas de identidad que no cumplen un requisito fundamental: la presentación previa de una póliza contra accidentes e incendios firmada con la acreditada agencia de seguros Palentina de Siniestros y Calamidades, S.A., propiedad de don Carlos de Macías y Martínez-Fresneda. Esta inconccbible omisión hace poner el grito en el cielo incluso a doña Jacinta, la fiel secretaria del departamento (Lina Morgan), quien en un momento dado grita: “PERO HOMBRE DE DIOS, ¿QUÉ ESTÁ USTED HACIENDO? ¡REPRÍMASE, Y NO SE OBCEQUE!

La tarea de la Tífani en el muy devoto hogar de los Linares y Gómez se desarrolla con menos sobresaltos, aunque está a punto de producirse un incidente cuando ésta, debido a la falta de fuerza física debida a su condición de mujer, no puede evitar que Garcés, funcionario no respetable, sustraiga un cuadro que reproduce el martirio de Santa Quiteria, patrona del pintoresco pueblo albaceteño de Elche de la Sierra. Por fortuna, doña María Dolores no advierte el hurto, ya que son tantas las imágenes y reliquias de santos y vírgenes que se apilan en sus cómodas y armarios que la buena mujer no puede mantener inventario de todas ellas. Por lo demás, la vida allí es más plácida y con menos pendencias de lo acostumbrado, aunque por supuesto más pecaminosa.  

Aun a despecho de su incapacidad práctica para lidiar con los quehaceres cotidianos de los que Linares siempre salía airoso, la Tífani sí consigue arreglárselas para que doña María Dolores no sepa del laboratorio ensamblado por el emprendedor funcionario de casta español. Sin embargo, debido a la irresistible atracción que el perfume de macho de Linares, presente en su reconstituyente MORAPIO, provoca en mozas de todo estado y condición, la Tífani no puede por menos de mojarse los labios con una muestra de la primera majada. Días después, la honesta colipoterra se ve invadida por un deseo incontrolable de celebrar triunfos del Real Madrid Club de Fútbol destrozando farolas y tiendas de coloniales en las cercanías de la madrileña plaza de la Cibeles; el benemérito cuerpo de la Guardia Civil la encuentra a las tres de la mañana de un martes apedreando un quiosco, ataviada con el chándal reglamentario del laureado conjunto de Chamartín, ya que no puede vestir la equipación de saltar al terreno de juego porque entonces sería evidente que sus piernas son un poco menos hirsutas que las de José Antonio Linares y Gómez. Para salir del apuro, la Tífani recurre a su acento nativo de allende los mares; los guardias creen entonces que se trata del volante izquierdo del mencionado club, pues no hay otra razón que justifique la presencia en la Madre Patria de un natural de los países hermanos de América, y la dejan ir. Tan inusual acontecimiento se repite todos los martes y jueves durante tres meses, pero todo pasa sin otra consecuencia que la formación de una cola de seis kilómetros ante la comisaría de Cuatro Caminos todos los miércoles y viernes.

En el entanto, la ofensiva del buen Gobierno español sobre la Francia luciferina y judeomasónica continúa a buen ritmo; ya han partido del aeródromo militar de Burgos los aeroplanos Breguet que han de inundar la Galia de uniformes del portaestandarte mayestático del fútbol de las Españas. Empero, se registra un pequeño error de planificación que no empece la brillantez de la campaña; el ataque aéreo se lanza en pleno enero, cuando el riguroso clima francés no favorece que los ateos que allí residen salgan a la calle vestidos de corto. Pero ese pequeño fallo se enmendará poco después, cuando se lance otra ofensiva en febrero; aunque el tiempo todavía no acompaña, es evidente que en Francia febrero es más cálido que enero, con lo cual la imparable ofensiva hispana tiene mayores probabilidades de éxito.

En Pont de Vallêques, la suplantación de José Antonio Linares y Gómez por parte de José Antonio Linares y Gómez en el exilio es cada vez más irritante para este último, pues la CNT en el exilio, gracias a las actividades de sus informantes en el interior, se las ha arreglado para reproducir también a las esposas de los funcionarios que, codo con codo con Linares, trabajan para que llegue a buen puerto la Cruzada de Liberación Nacional de Francia. Esto incluye también a la señora de Linares, doña María Dolores Macías; la María Dolores Macías en el exilio se pasea ufana por París del bracete de su supuesto marido, fumando, conduciendo automóviles, pronunciando palabras soeces como una cualquiera y comportándose en sociedad como nunca se le permitirá a una señora de su abolengo. Por si con eso no bastara, los apestosos ácratas, que día tras día se revuelcan en la mierda y se bañan como los moros, le están creando una crisis de identidad a Linares, ya que hasta se han permitido fabricar un sosias del tampón de sellar María de la O, llamado, como no podía ser de otra forma, tampón de sellar María de la O en el exilio. Una tarde, José Antonio Linares y Gómez se presenta en Pont de Vallêques tras haber pasado la mañana en Pigalle catando los caldos franchutes y constatando la patética inferioridad de éstos frente a los vinazos del Pisuerga; el bravo funcionario de casta español, que en cualquiera de las situaciones da siempre con la solución, no se sorprende de hallar en su puesto al taimado José Antonio Linares y Gómez en el exilio, y sin más dilación se dirige a él espetándole de forma contundente y seca que es un mariconazo. La naturaleza irremediablemente sodomita de los gabachos y asimilados queda patente cuando José Antonio Linares y Gómez en el exilio le responde, sin levantar la voz, con un desfachatado “¿Y qué pasaría si lo fuera?”, continuando luego como si tal cosa con un “Voulez-vous un verre de reconstituent?”, que Linares por supuesto no entiende, pues el diablo no tiene crédito para él y por tanto no posee don de lenguas; para redondear la humillación, José Antonio Linares y Gómez en el exilio le ofrece un vaso de zumo de zanahoria, que el José Antonio Linares y Gómez de ley le arroja inmediatamente a la cara mientras grita, imbuido de santa cólera: “YO soy José Antonio Linares y Gómez, no tú, so embustero. ¿A QUE NO TE ATREVES A DECIRME QUE ERES JOSÉ ANTONIO LINARES Y GÓMEZ EN LA CALLE?”. Imperturbable como el monstruo informe sin dios y sin patria que es, José Antonio Linares y Gómez en el exilio le responde en jerga gabacha  “Rappelez-vous que la rue est pleine des citoyens franVais”. Con la inmejorable intención de finiquitar de una vez por todas el absurdo litigio, el valeroso experto en legajos de Cuatro Caminos grita a voz en cuello ¡A MÍ LA LEGIÓN!, mas inmediatamente después repara en que la totalidad de sus supuestos compañeros de milicia en la comisaría de Pont de Vallêques están departiendo amigablemente en jerga franchute con los solicitantes de documentos, lo que para el arrojado funcionario de casta español señala el momento de salir de allí por pies.

Cuadro de texto:  
Éste es el respeto que los inverecundos gabachos profesan a los sagrados símbolos del Estado Español; en la litografía podemos observar el hundimiento de la plaza de la Cibeles, incapaz de soportar el peso de tres millones de enemigos.

 

Mas cuando todo, y en particular el honor, parece estar perdido para el heroico clasificador de expedientes y sus valerosos y abnegados compatriotas, que vuelven de la Francia atea sin barcos ni honra, se registra en Madrid un venturoso suceso que demuestra a los ciegos que no quieren oír cómo el buen Dios ama sobre todo a aquellos que le construyen altares y catedrales con más oro que quincalla. Pues acontece que la costumbre de la Tífani de saludar las victorias del Real Madrid Club de Fútbol dejando la plaza de la Cibeles como si por allí hubiera pasado Atila el huno al frente de ocho mil quinientos estudiantes de la Complutense en noche de farra (todos con sus bandurrias) es de súbito emulada por hordas de franchutes que acuden a Madrid en los más variados medios de locomoción (automóviles, trolebuses, isocarros, motocicletas con sidecar) para festejar las magnas epopeyas del cuadro del Santiago Bernabéu, el más grande que haya existido nunca en el mundo entero, tan grande como Carmen Sevilla aunque los enemigos de España se regocijen de verlo con la rodilla doblada. Todos los martes, jueves y sábados son más de tres millones de ateos, judíos y mezquinos conspiradores los que se juntan en la plaza de la Cibeles con el fin de subvertir gravemente la paz pública so capa de exteriorizar su júbilo por ser forofos de un equipo más excelso que ningún otro; como después de los primeros días la Cibeles ya ha quedado hecha un solar, la multitud de gabachos malolientes como ganado porcino comienza a levantar el asfalto y a escarbar el suelo, arrojándose unos a otros la tierra removida, hasta que abren un sumidero que comunica con la estación de metro de Banco de España; en ese instante, cincuenta y seis mil franceses caen a las vías del ferrocarril subterráneo, quedando interrumpido el servicio en la línea dos hasta la eventual retirada de los cadáveres. Mas pronto la colaboración entre el benemérito cuerpo de la Guardia Civil y su institución madre, el Ejército Español, siempre tan proporcionado en el legítimo uso de la fuerza, coadyuva para que la situación quede bajo control; 3.252.169 gabachos, 25 socios del Real Madrid C.F. y la Tífani son arrestados tras los desórdenes y conducidos a explotaciones vacunas de la provincia de Lugo, donde comparten los establos con los bóvidos que allí suelen apacentarse. En un magnánimo gesto de humanidad que en ningún caso merecen los pérfidos y ateos gabachos, indignos hasta de tener nombre cristiano, el Gobierno da instrucciones para que a esos alborotadores de la sedicente Francia, inicuos propaladores de verborrea disolvente y republicana, se les trate exactamente igual que a una vaca española y se les aplique la Ley de Fugas.

Todo esto acontece al tiempo que en la hedionda metrópolis parisina José Antonio Linares y Gómez, harto ya de la desconsiderada suplantación de que es objeto, declara en juego su honor y desafía a José Antonio Linares y Gómez En El Exilio a un duelo cuyo vencedor se quedará sin más discusión con la plaza que legítimamente corresponde a Linares en el infecto cuchitril de Pont de Vallêques. El corajudo funcionario de casta español expone su pliego de condiciones: el triunfador de la justa será aquel de los dos contendientes que consiga disertar durante más tiempo acerca de las inclemencias meteorológicas, tema de conversación funcionarial donde los haya. José Antonio Linares y Gómez exige asimismo a su rival que inicie su perorata antes que él; de esta manera afrontará el duelo con la ventaja de saber exactamente cuan luenga ha de ser su exposición para hacer apurar el cáliz de la humillante derrota a su maléfico, demoniaco y anarquista oponente. José Antonio Linares y Gómez En El Exilio, seguramente intimidado por la reciedumbre y contundencia de castellano viejo que Linares exhibe allá por donde va, acepta todas las demandas de éste, pues incluso para una sabandija libertaria como él deben parecer de elemental justicia; sin embargo, Linares se queda más blanco que la cal cuando, llegado el día de la justa, su rival se explaya hablando del tiempo durante catorce horas y treinta y dos minutos, en tanto que él apenas llega a las dos horas. A lo que parece, José Antonio Linares y Gómez En El Exilio puede divagar más largamente sobre los elementos porque conoce por lo menos el clima de dos ciudades, París y Barcelona; por el contrario, el muy pundonoroso y sacrificado funcionario de casta español sólo puede tratar la climatología castellana. Por si esta limitación impuesta por los severos principios morales que atan a un español de pura cepa no hubiera sido suficiente, José Antonio Linares y Gómez contiende en desventaja al hablar exclusivamente en cristiano; su némesis, en cambio, posee don de lenguas y es capaz de mantener un discurso fluido en cristiano, ateo, luterano y anglicano (lenguas por algunos llamadas español, francés, alemán e inglés respectivamente). Sea cual sea el resultado, lo cierto es que a Linares le salieron la casta y la garra típicas de su condición y peleó hasta el final, resultando derrotado, es cierto, pero con honor. Terminada la fase del duelo acorde con las reglas, Linares, siempre fiel a la palabra dada como buen hombre de respeto de la ancha Castilla que es, se interroga por las posibilidades de estrangular a su sosias exiliado y así inclinar el resultado del duelo hacia quien más ha merecido la victoria. El incesante cotorreo en jerga de los Parises que ensordece al digno custodio de expedientes le disuade sin embargo de intentar dirimir por la fuerza el disenso cuando la maña no le ha acompañado, volviendo José Antonio Linares y Gómez, inasequible al temor como un tigre de la ancha Castilla, a Pigalle con el rabo entre las piernas; ya no puede pernoctar en el cuartucho de Pont de Vallêques donde acostumbraba a hacerlo, pues su puesto al pie del cañón se lo ha apropiado José Antonio Linares En El Exilio con sucias artimañas, ni tampoco emprender el viaje de regreso a la Madre Patria, ya que un combatiente valeroso como él no abandona la refriega mientras un solo soldado español siga portando el estandarte de Dios y de la Historia en tierra de sarracenos y libertinos. Así las cosas, Linares ha de buscarse una pieza de renta antigua en un inmueble del distrito de Pigalle, para no tener que andar mucho; como el insobornable funcionario de casta español se niega a pagar en otra divisa que no sea la peseta, no le queda más opción que entrar a las bravas en la vivienda de un tal Yan Puaset, a la sazón preso y cebado con forraje de primera calidad en una floreciente explotación ganadera de Guitiriz (Lugo), y tomar posesión del piso, de tres habitaciones, con foyer y brasero de picón como Dios manda. Mas encontrándose don José Antonio sin un real y teniendo que llenar la calabaza cinco veces al día contando con el café, el puro, la copa y el carajillo, no puede dejarse tentar por la molicie y la vida alegre siempre tan anatemizadas por su católica esposa María Dolores; precisa entonces ingeniar alguna astucia para meter cabeza de nuevo en la comisaría de Pont de Vallêques, ahora convertida en centro neurálgico de la conspiración internacional contra las buenas gentes de España. Su amigacho del alma Garcés, funcionario no respetable y tantas veces compañero de curdas, cantes y blasfemias junto a vinazos del Pisuerga, le brindará la solución.  El avisado funcionario de casta español ha trazado esta vez el plan de entrar en la comisaría de Pont de Vallêques fingiéndose Garcés (hubiera sido estratégicamente más conveniente hacerse pasar por Garcés En El Exilio, pero Linares, consciente y orgulloso de sus limitaciones, sabe que nunca va a conseguir hablar tan sigilosamente como los piojosos exiliados esos)  y una vez allí esquilmar al villano, murmurador y espía que bajo el nombre José Antonio Linares y Gómez En El Exilio opera sin freno en Pont de Vallêques. No es en absoluto arduo para don José Antonio engatusar a Garcés para que acuda a París en su socorro; a tal efecto, Linares usa liberalmente de zalamerías relacionadas con el boyante mercado negro parisino y con las vedettes de Pigalle, suripantas llegadas de los más remotos confines que son capaces de alegrar la vista del varón menos ancestralmente hispánico; Linares, picaruelo como ha sido siempre aunque por fortuna, al contrario que su amigo, sigue siendo un funcionario respetable, no comenta con Garcés la baja calidad de los vinos gabachos al lado de los vinazos del Pisuerga, pues corre el riesgo de que su compañero de mil parrandas resuelva permanecer en la orgullosa tierra castellana. Mas prevalece el acendrado espíritu de amistad y compañerismo siempre presente entre dos verdaderos españoles, y Garcés pasa la frontera de Roncesvalles, que es un abismo sin fondo como el que separa un chalé de una cochiquera, y se instala en el piso de Linares para poner él también su granito de arena en la sublime y esforzada empresa de domeñar a cincuenta millones de rijosos, blandengues e inverecundos gabachos para instaurar el Imperio de los Mil Años en la Francia anárquica y depravada. Y si también es factible elevar la producción nacional con un esfuerzo por mejorar las artes con que se hacen los apaños en el mercado negro, pues miel sobre hojuelas.

Por otro lado, se ha registrado ya el incidente diplomático con Francia que tanto buscaban las buenas gentes de nuestra patria, al haber solicitado los muy franceses de mierda el inmediato regreso de sus connacionales internos en estabulaciones bovinas de la sin duda muy ibérica provincia de Lugo. Como noble institución dada a enorgullecerse de su sentido histórico vertical por oposición a lo blandengue, el Gobierno español responde a los aviesos y nefandos franchutes que nanay. Con respecto a la protesta formal cursada por Francia a las Naciones Unidas, teniendo encima la desvergüenza de demandar para los presos de nación gabacha un trato acorde con la Convención de Ginebra, todo lo que el Gobierno español se considera obligado a contestar comienza con una sonora risotada del ministro del ramo (que ha de ser asistido por su consejero privado don Orencio de Tejada y Méndez-Tello, quien le limpia con la librea los salivajos producidos por su regocijo) y termina con una rueda de prensa en la cual el mencionado ministro calla la boca y deja hablar a sus zapatos, brincando repetidas veces encima de la copia de la protesta formal enviada por nuestros malos vecinos. Por si no queda meridianamente claro, a continuación el ministro vierte un vaso de penicilina sobre la misiva y declara a los gacetilleros allí congregados: “Esta carta tenía la sífilis. No se acerquen. El Gobierno español no negociará con dignatarios sifilíticos y enmohecidos. Esos franceses, por completo carentes de voluntad de Imperio y corrompidos por los gérmenes de la disipación y el liberalismo, no son más que momias pellejosas destinadas a abonar los campos y echarse a perder en las encrucijadas”.

Cuadro de texto:  Garcés y Linares, uno funcionario no respetable, el otro funcionario respetable y de casta español, se dejan fotografiar con simpático gesto mientras discuten de negocios a las puertas del mercado negro.

Aunque no ha entendido nada en concreto de lo declarado por el ministro, la señora de Linares siempre ha estado de acuerdo con él, y de modo asaz iluso creía que su católico esposo compartía ese sensato punto de vista. Cuál no será la congoja de la piadosa mujer cuando llega a sus oídos que José Antonio Linares y Gómez se encuentra arando la tierra uncido a un yugo en una granja cercana a Mondoñedo. Pero no es eso lo que más apena y humilla a la santa esposa de don José Antonio; aquello que en verdad lleva a la devota señora Macías a hincarse de rodillas en el suelo sin mediar palabra y pedir a su Dios que la azote con una vara de avellano por no ser digna de Él es la mala nueva de que su marido, que ella tantas veces tomó por indiscutiblemente español por los cuatro costados y a todos los efectos, es en realidad un gabacho licencioso y vandálico. La buena señora reza entonces doscientos cuarenta y tres avemarías, trescientos cincuenta padrenuestros, veintiocho mil doscientos noventa y dos rosarios, se hinca de rodillas frente a Santa Gema Galgani ocho mil seiscientas cuarenta y tres veces y frente a San Dimas otras tantas, repta por el domicilio conyugal veintidós horas seguidas e inicia un ayuno de siete días con sus noches, de los que su terrenal cuerpo sólo le permite cumplir tres; pero, con todo y ello, no logra que baje Nuestro Señor Jesucristo a visitarla y le comunique que sólo se trataba de una graciosa ocurrencia de Dios nuestro Padre y que don José Antonio sigue siendo más español que el Anís del Mono. Dios no tiene sentido del humor, aseveran todos los padres de la Iglesia desde Tertuliano hasta Plotino, y en ello es exactamente como los españoles, que por la gracia de Dios son su pueblo elegido.

Ajeno a los sollozos y las lamentaciones de su católica esposa, José Antonio Linares y Gómez se halla ya manos a la obra con su compinche de miles de parrandas Mariano Garcés Moreno ultimando el disfraz con el que en lo sucesivo acosará al malicioso e infame falsario conocido como José Antonio Linares y Gómez En El Exilio; el atuendo es tan perfecto que Linares y Garcés acaban luciendo tan idénticos como el toro que mató a Manolete y el toro que mató a Juan Belmonte. De esta guisa caracterizado, Linares acude al infecto agujero de Pont de Vallêques, donde esa ruin y envidiosa organización llamada CNT está engrosando con creces su militancia en el exilio gracias a las pretendidas bondades del zumo de zanahoria, como siempre exageradas por un hatajo de enfermizos panegiristas y orates francófilos de ponzoñosas babas. Sin más dilación, don José Antonio, no bien ha presentado sus respetos a su superior bajo el nombre de Garcés y le ha transmitido saludos de su primo el inspector general de Archivística y Legajos del gobierno militar de Burgos, aprovecha un momento de inadvertencia de José Antonio Linares y Gómez En El Exilio para sustraerle la máquina de escribir y empeñarla en el mercado negro parisino, lo que reporta a nuestro héroe unas buenas pesetas que su buen corazón le lleva a invertir en el reemplazo de los escapularios y demás imaginería que en su momento le fueron sisados por Garcés. A esta inocente expropiación, pecadillo venial al lado de la impía profesión de increencia y adhesión a los errores del siglo repetidamente adoptada por el inmundo José Antonio Linares y Gómez En El Exilio, le seguirán el hurto de sus bolígrafos, de su tampón de sellar, de su pisacorbatas, del pañuelo que sobresale de su chaqueta, de su caja de puritos Reig, de su atusador de pelos del bigote y, en fin, de todo lo que necesita un hombre para merecer el nombre de tal, si bien es cierto que los cinco últimos géneros mencionados no fueron encontrados por Linares entre las pertenencias de su némesis en el exilio, entre las cuales sí fue hallada en cambio una extensa biblioteca, bien provista de libros contenidos en el Índice Vaticano, y una colección de objetos redondos con un agujero en el medio que a Linares se le antoja que puedan ser útiles para freír huevos en su superficie, porque para otra cosa...Este curioseo subrepticio por las posesiones de su maléfico opositor reafirma a Linares en la creencia de que éste es un mariconazo, pues de lo que no es fútbol pueden saber también las mujeres, y entonces se convierten en intelectualas pedantescas que tratan en vano de igualar al varón en los dominios de la ciencia, con lo que nuestra orgullosa autarquía se ve amenazada por las potencias extranjeras traidoras; como sea, el honesto funcionario de casta español empeña en el mercado negro gabacho todo lo que encuentra, pues sabe bien que el valor que da Dios a los objetos puede no ser el mismo que le dan los hombres, siempre pervertidos por las modas del siglo. En particular, maravillóse Linares al constatar que los objetos redondos con un agujero en el medio alcanzaban precios casi de estraperlo en los abigarrados tenderetes del mercado negro parisino. Y es ésta la perdición de José Antonio Linares y Gómez En El Exilio, pues el indecente pseudofuncionario no puede soportar que le arrebaten los objetos que, vaya usted a saber por qué, son los más queridos para él; aunque de haber sido un español como Dios manda hubiera podido iniciar una contraofensiva, ya que sus lecturas, dignas del granuja redomado que es, no excluyen obras dedicadas a las más retorcidas técnicas de robo jamás descritas. Mas en el momento de la verdad, cuando un auténtico varón con sangre en las venas hubiera asestado el postrer hachazo sin importar si es de frente o por la espalda, el maligno José Antonio Linares En El Exilio se deja llevar por los escrúpulos morales típicos de su condición de faísta traidor a su patria y al credo de Nuestro Señor Jesucristo, escrúpulos morales pecaminosos a la par que innecesarios para un español de verdad, que por su condición de tal sabe que haga lo que haga siempre está haciendo lo que debe. Entonces, José Antonio Linares y Gómez En El Exilio se niega a desvalijar a José Antonio Linares y Gómez, pues a su desviado juicio le parece que eso sería caer en los mismos comportamientos inmorales que los anarquistas censuran en don José Antonio; incapaz de reunir el coraje necesario para tomar al funcionario de casta español por antonomasia como modelo de intachable rectitud, José Antonio Linares y Gómez En El Exilio hace mutis por el foro y se retira a los apestosos cubículos donde los libertarios trenzan sus delirantes conspiraciones. Quizás el fementido y artero fámulo de la subversión internacional tema que en último término la disputa se dirima como siempre entre hombres, con la física, y su condición de reptil inmundo, medianena y pigmeo quede sin lugar a dudas de manifiesto. Es así como José Antonio Linares y Gómez, funcionario de casta español, se proclama vencedor del apasionante mano a mano que ha sostenido con el lascivo felón que atiende por Silvestre Barrufet Codina; cierto es que todos sus conmilitones del valeroso batallón de funcionarios que no ha mucho acudió a Pont de Vallêques a instaurar el imperio de las Españas en tierra de sarracenos hayan sido reemplazados por patéticos mequetrefes de obediencia ácrata que sin ningún rubor expenden zumo de zanahoria y no se conmueven en lo más mínimo al escuchar el sagrado nombre de la patria, pero ese detalle menor no empece la trascendencia terrenal y espiritual del innegable triunfo de Linares y de España entera frente a la hidra marxista, separatista e insurrecta.

Cuadro de texto:               La muy fervorosa señora de Linares, atacando el conocido establecimiento de coloniales llamado Ultramarinos Manolo en un comprensible momento de flaqueza y devoción al Real Madrid Club de Fútbol.

 

Ajena a la gloria de su marido, invicto azote de la Francia disipada y libertina, doña María Dolores Macías, ausente ya la Tífani de su católico hogar, se percata por fin de las extraordinarias dotes emprendedoras y productoras de su ejemplar esposo, o, por decirlo de otra forma, del pequeño laboratorio que usando de sus conocimientos de química no universitarios ha ensamblado don José Antonio para fabricar el MORAPIO. Dicho laboratorio, situado en la entrada del domicilio conyugal (estancia raramente pisada por la señora de Linares), incita la curiosidad de doña María Dolores, que, dado su carácter piadoso, cree en un principio que el líquido obtenido corresponde a la sangre licuada de Simeón El Estilita, que en su día circulase de mano en mano por todo Bizancio hasta que llegó a España mezclada con el sudor de un peregrino que hacía el camino de Santiago. La buena mujer, considerando con su acostumbrado buen criterio que la sangre licuada de Simeón El Estilita puede acercarle a Dios Todopoderoso, toma del bebedizo, pero ello no la acerca a Dios, sino al Real Madrid Club de Fútbol, cuyos triunfos celebra con un entusiasmo y un desparpajo por completo desconocidos en tan recatada y hacendosa feligresa. La Guardia Civil se persona en el lugar cuando doña María Dolores ya ha desmochado un quiosco de prensa que estaba a punto de ser reconstruido por un batallón de presos, enfrascándose entonces en el desmantelamiento visceral del conocido establecimiento de coloniales llamado Ultramarinos Manolo. La eficacia que siempre ha demostrado la Benemérita en el cumplimiento de sus deberes le impide perder mucho tiempo en la correcta identificación de María Dolores Macías, pues otros problemas esperan para ser resueltos, de tal forma que la señora de Linares, para su vergüenza y deshonor, es tomada por francesa, ya que su conducta delictiva es típica de los intrigantes y sediciosos gabachos; no en vano hay más de tres millones de ellos (y la Tífani) engullendo en la provincia de Lugo un españolísimo forraje que de seguro les sentará mejor que sus infumables salsas y fuagrases. En consecuencia, doña María Dolores es conducida a la Dirección General de Seguridad, donde pasa por la humillación de ver su dentadura examinada como si fuera la de un caballo o la de un francés, afrenta seguida por el reconocimiento de un facultativo que determina el tipo de pienso correspondiente a sus estómagos. La señora de Linares, que siempre creyó tener un estómago y no dos como los franceses, es internada entonces en un calabozo a la espera de que el transporte celular le traslade a Monforte de Lemos para lo que será su nueva existencia de gabacha de vida alegre. En la minúscula mazmorra el dolor de doña María Dolores se torna infinito cuando cree dar con la razón del castigo recibido del Todopoderoso, que según ella es el haberse olvidado de hacer a San Egidio de Brisgovia, patrón de los pescadores de erizos de mar, su característica ofrenda de raspas de pescado para que se alimente. No puede perdonarse a sí misma la buena y piadosa mujer el haber pasado por alto tan sagrado ritual; de resultas de ello, ahora es flagelada por Dios Padre, por Nuestro Señor Jesucristo, por el Espíritu Santo, por el Cuerpo Nacional de Policía, por su marido traidor, gabacho y franchute y por ella misma, en el fondo también traidora, gabacha y franchute, pues si el Gobierno lo dice será que algo habrá hecho, piensa para sí misma la atribulada señora. Así es que, como buena creyente, María Dolores Macías apura en la Dirección General de Seguridad el cáliz del dolor, que tan grato es a Dios que los hombres prueben.

Unos pisos más arriba, en los despachos del Ministerio, se celebra una orgullosamente española fiesta con champán, caviar, canapés y fulanas, porque toda España está de enhorabuena debido a que la Francia réproba y villana ha aceptado las condiciones que nuestro Gobierno, en un alarde de habilidad diplomática y mano izquierda sin precedentes en la historia de las relaciones internacionales, ha puesto sobre la mesa: sí, se celebrará el certamen de flamenco en que todos los españoles han puesto sus esperanzas de que el vil enemigo ateo muerda el polvo y quede por siempre sepultando bajo la bota católica. A cambio, el Estado español, siempre leal a la palabra dada, devolverá a su inculta tierra a los tres millones de sodomitas gabachos que ahora en Lugo pacen, degradándolos así de la condición de vacas a la de franceses. La devolución se llevará a cabo con gran celeridad, a un ritmo de uno por día, de modo que en sólo 8.910 años hayan vuelto todos a sus pútridas zahurdas. La única concesión que nuestro dilecto gobierno, que día y noche vela con excelente criterio por el supremo interés de los españoles todos, hace a los andrajosos y gentiles del Norte brumoso es que el jurado del concurso no sea netamente español sino formado por chinos procedentes de ese gran país amigo que es Japón. Otra gracia otorgada a los depravados y mujeriegos de allende los Pirineos es el derecho a presentar cantaores al concurso, posibilidad que provoca sonoras risotadas de todos los que en la Península entienden de cante jondo, pues ¿cómo va un parisino amelcochado a emular el quejío del Perrate de Utrera? Esa noche, España entera se acuesta con la tranquilidad de saber que la completa ocupación de la Francia atea es cuestión de meses, y que por fin dejará de manar de una vez por todas esa corrupta fuente de ideología e impiedad.

Declarada pues la guerra flamenca, objetivo al que José Antonio Linares y Gómez, como no podía ser de otra forma tratándose de un osado y emprendedor funcionario de casta español, ha contribuido de forma decisiva con la genial y autárquica invención del MORAPIO (reconstituyente ideado además sin comprometer en lo más mínimo la asignación presupuestaria a los centros nacionales de investigaciones), el héroe amado por toda una generación de castas y puras madres de familia españolas regresa subrepticiamente a la Patria con los otros miles de funcionarios que han colaborado en el mayor proyecto de invasión hostil de Francia desde la Guerra de los Treinta Años. Por el contrario, su inseparable camarada de tangos y francachelas, el funcionario no respetable pero aún así entrañable don Mariano Garcés, aprovechando las influencias que acaba de adquirir en los puestos del mercado negro parisiense, marcha a Andorra para mercadear con guitarras flamencas y otras armas cortas que nuestro invicto Ejército precisa. Entretanto, Linares se detiene en la españolísima población de Irún para colaborar en patriótico servicio con los cantaores que van a defender a la Nación española en esta su hora decisiva; el brioso funcionario de casta español, siempre atento a lo que la superioridad guste mandar, les lleva los cafés, los pepitos de ternera y las botellas de mollate de La Palma del Condado a figuras del cante del tronío de la Piquer, Antonio Mairena, El Lebrijano y, como no podía ser de otra forma, su amada Juanita Reina, que hasta le firma a su tampón de sellar María de la O un autógrafo justo al lado de su microcosmos, destruyendo en ese momento Troya, además de toda el Asia Menor, con la punta del bolígrafo.

Ignorante del valor de su marido al aceptar un puesto en primera línea de la batalla contra el rojo y el masón, la señora de Linares sigue orando y ayunando en los calabozos de la Dirección General de Seguridad, en espera de que los suministros de combustible para los furgones celulares lleguen por fin a su destino, ya que el camión cisterna que habitualmente los transporta se ha averiado en Motilla del Palancar, descubriendo entonces los inspectores de Aduanas allí personados que su carga había sido sustituida por alpargatas de esparto almeriense, señal evidente de que el carburante ha sido desviado a manos de estraperlistas; como cumplidamente ha anotado la Policía Municipal de Madrid, los puestos del mercado negro de la capital están llenos de latas de gas-oil al astronómico precio de veinticinco pesetas la de a litro. Como la perfidia de las potencias extranjeras ha bloqueado los suministros de productos petrolíferos a nuestra amada Península, sin que los portugueses, como siempre más brutos que una azada cordobesa, comprendan por qué a ellos también se les estrangula la economía si no han hecho nada a nadie, doña María Dolores tiene que esperar a que el profesor Franz Wolframm, prófugo de la justicia austriaca, invente una gasolina autárquica con apio y hojas de rábano prensadas cuya fórmula ha complacido sobremanera a las más altas instituciones del estado. Para ello se pertrecha la sufrida señora con infinitas oraciones, jaculatorias y letanías que le hagan más llevaderos los largos periodos de ayuno que ha de soportar en su celda, aunque este apartamiento de las tentaciones de la gula no se debe a ninguna devoción de las muchas que profesa doña María Dolores, sino a la escasez del rancho suministrado a los internos en los calabozos de la Dirección General de Seguridad; se han detectado problemas en la intendencia de dichas mazmorras, pues el motocarro que transporta las raciones de una semana para los 1.749 presos actualmente custodiados en la Dirección General se ha quedado sin bencina justo delante de la barrera de entrada, siendo preceptivo entonces aguardar a la invención de la gasolina autárquica de apio y hojas de rábano para que el vehículo pueda ser descargado en el garage.

Mucho más al Norte, acercándonos ya a la españolísima frontera de España, la ciudad de Irún se convierte en centro mundial del cante flamenco por unos días, con cantaores y tocaores de todas las regiones de España e incluso de Estados Unidos acudiendo raudos a doblegar al insolente enemigo franchute; los que ya han llegado entrenan sus privilegiadas cuerdas vocales en plena calle para que se curtan al relente pirenaico mientras masas enardecidas de seguidores, llegados todos desde Valencia, les agasajan y piden autógrafos. A las dos de la tarde de un martes, hora a la que murió Rita la Cantaora, se abre el concurso, y los allí congregados, que en su mayoría no han pisado las putrefactas pocilgas donde los gabachos por norma habitan, se quedan anonadados al ser testigos de las malas y pérfidas artes de la CNT en el exilio, pues los cantaores que se aprestan a traicionar a la patria defendiendo la raída y apolillada enseña tricolor no son otros que Antonio Molina En El Exilio, Antonio Mairena En El Exilio, Fernanda y Bernarda de Utrera En El Exilio, El Perrate de Utrera En El Exilio, José El De la Tomasa En El Exilio, Conchita Piquer En El Exilio, Conchita Bautista En El Exilio, Juanito Valderrama y Dolores Abril En El Exilio, Manolo Caracol En El Exilio, Juanita Reina En El Exilio (para inmenso dolor de José Antonio Linares y Gómez, que no tiene más remedio que mostrar la pena que convierte su corazón en una piedra gritándole “BOLLERA” a la amoral suplantadora) y la Paquera de Jerez (la auténtica, a la sazón buscándose la vida en Gabacholandia, pues no le bastaban los hombres y las tierras de España). Mentiría José Antonio Linares y Gómez si dijera que él esperaba algo así, pues nunca pensó que tal grado de malevolencia y alevosía cupiera en cabeza humana, pero aún así, llevado por la muy reciamente castellana voluntad de quedar siempre por encima como el aceite de oliva, José Antonio Linares y Gómez miente y dice a los que se congregan para escucharle que ya se esperaba algo así. Ahora cobra sentido la deshonesta exigencia de los negociadores franceses, astutos como el diablo, de que los jurados del concurso sean chinos de Japón, pues las réplicas exiliadas de los cantaores señeros de nuestra tierra berrean y sollozan como maricas en vez de cantar cante jondo como hombres o copla como señoras con tronío, y eso se ve que es un cante más ecléctico y aceptable para los que vienen de fuera y no tienen ni arte, ni duende, ni jondura; se han creído esos nipones de pacotilla que el cante jondo puede ser cosmopolita cuando ni siquiera puede el flamenco brotar en otros lugares que no sean Sevilla, Jerez, Cádiz, Huelva, el Sacromonte, Madrid o Santa Coloma de Gramanet, todos ellos por supuesto en España, donde no hay europeos de piel desleída que se queman las cejas leyendo el periódico. Sea como fuere, el ceño de los legionarios presentes entre el público se frunce cada vez más ante el manifiesto sesgo de los jurados hacia el bando del exilio, pues Antonio Molina, Antonio Mairena, Fernanda y Bernarda de Utrera, el Perrate de Utrera, José El De la Tomasa, Juana la del Revuelo, Lola Flores, Carmen Sevilla y Paquita Rico son apeados uno a uno por cantaores exiliados de sorprendente técnica y variadas influencias, pero sin duende. Sólo doña Juanita Reina, inasequible al desaliento, va pasándose por la piedra a cuanto transterrado desaprensivo se cruza en su camino. Batiendo uno tras otro a impuros provocadores adalides de la mezcla del flamenco con músicas que nunca acompañaron a saeta alguna, la sin par doña Juanita se planta en semifinales, donde deja en cueros a la Paquera de Jerez, cuya mercenaria disposición le condena a no osar poner el pie, si le queda algo de vergüenza, fuera de los sórdidos circuitos del flamenco para viajeros ingleses y demás ralea. La Paquera, muy vista ya por los chinos, sucumbe ante el arrollador empuje de la garganta de la sevillana, que incluso enterrada en el cementerio de San Fernando disfrutaría de una voz con más garra y poderío que la División Azul cuando, codo con codo con la Wehrmacht, avanza por las heladas llanuras rusas desafiando al General Invierno. José Antonio Linares y Gómez, dicho sea de paso, contribuye no poco a la humillante derrota de la Paquera arrojándole café hirviendo por la espalda poco antes de que ésta salga a irritar al respetable con sus chillidos; esta justa y patriótica represalia desnaturaliza su cante, pues sus gritos son más agudos de lo habitual, sirviéndole en bandeja a Juanita Reina su merecido triunfo sobre una Paquera que vende impúdicamente su fuerza de trabajo a quien más pague por ella, quedando así afirmados por siempre los fundamentales valores patrios de humildad, pudor, decencia y tronío, tan caros a doña Juanita.

En esta hora postrera ya sabe la legendaria cantaora favorita de Linares, entendido en cante y copla y café, copa y puro donde los haya, a quién habrá de medirse para salvaguardar el honor de España; Antonio Mairena En El Exilio acaba de ser doblegado en la otra semifinal por Juanita Reina En El Exilio, de forma que la bollera, que así la llama Linares por sus modos procaces y libidinosos, se verá las caras en la final con la artista española por los cuatro costados a quien en vano trata de parodiar. El pundonoroso funcionario de casta español está entonces todavía más cargado de razones para significarse en esta justa, pues ya no sólo está en juego su honor patriótico, sino el honor de las tonadillas que Linares gusta escuchar, pues de todos es sabido que tocarle a un español los gustos musicales y que éste dispare su escopeta de perdigones con exacta puntería es todo uno. Don José Antonio no va a permitir que un impertinente afán de perfeccionismo musical incline a los descaradamente parciales chinos de mierda, que se nos quieren llevar el flamenco, del lado de los trapaceros gorjeos de la safista, que es una forma educada de decir lo que a cada momento remarca José Antonio Linares y Gómez, dominado por la santa cólera y la reflexiva irritación. En consecuencia, el arrojado funcionario de casta español ensaya todo tipo de artimañas para lograr la incomparecencia de la astuta exiliada, desde las más tradicionales, como el sillazo en la cabeza y a otra cosa, hasta las más complejas obras de ingeniería, como la construcción de una réplica de la catedral de Burgos con una teja suelta que pueda caer sobre el cráneo de la pérfida mientras ésta visita el monumento. Mas todo es en vano, y el día señalado para la final llega cuando aún está por construir el pantócrator; la artera y vengativa desterrada se ha vuelto a salir con la suya y podrá cantar en la final. Llegada ésta, José Antonio Linares y Gómez pita, silba e insulta a la maligna deportada todo lo que le permiten su españolísimo torrente de voz y los cuarenta y seis pitos carnavalescos que doña Jacinta ha tenido la amabilidad de traerle de Cádiz, y por otro lado Junaita Reina detiene la circulación de la sangre en las venas de los espectadores con un excelentísimo y magnífico recital que da la razón a los que quemaron a Miguel Servet por hereje y apóstata; aunque réprobos, los protestantes también pueden verse iluminados por Dios en algún momento, no como los sarracenos. Pese a que el resultado debería de estar ya cantado, los chinos no se dejan impresionar y proclaman ganadora del concurso a Juanita Reina En El Exilio al considerar que las imprecaciones de Linares formaban parte de su actuación; en un aparte, uno de los miembros del jurado comenta son que las recias proclamas del funcionario de casta español  las que reflejan el verdadero ser de los hombres y las tierras de España. Al parecer, la taimada Juanita Reina En El Exilio, previendo la airada reacción de un público con voluntad de Imperio y frontalmente opuesto a toda clase de componendas y mercadeos, ha comunicado a los organizadores que su actuación incluye también las palmas, pitos y ovaciones de la muy española y selecta audiencia. Los descastados chinos, a los que Dios no iluminó para que tomasen la única decisión posible, ponen pies en polvorosa nada más anunciar su veredicto; creen los muy irresponsables y cobardes que van a alcanzar el río Bidasoa, pero tres de ellos no lo consiguen y son merecidamente colgados de las orejas en el campanario de la iglesia mayor de Irún.

Como es evidente para cualquier varón todavía poseedor de raciocinio que la capacidad de los jurados para llegar a un veredicto coherente está nublada por el mismo hecho de ser ellos chinos (el padre Justo de Liébana y Munárriz, P.J., misionero durante muchos años allá en el Lejano Oriente, elabora para el Ministerio un detallado informe que zanja la cuestión con indiscutibles y concluyentes argumentos apoyados en su experiencia con los chinitos mientras repartía el Domund). Basándose en esa tesis, el buen Gobierno español, en un gesto de virilidad que acredita su sentido histórico vertical por oposición a lo blandengue, se niega a reconocer los resultados oficiales del concurso y anuncia su inflexible determinación a invadir Francia de todas maneras, ya que “su sola existencia como país vecino de España es una amenaza a la salud del país; de permitir nosotros un minuto más la existencia de otras leyes y otras mentalidades tan cerca de España, dicha cercanía facilitará la contaminación mental de los españoles y su renuncia al pudor y al recato que desde el hombre de Atapuerca, que ya cubría con ropajes su cuerpo entero mientras en Europa encontraban natural exhibir las vergüenzas ante toda la tribu, caracterizan a los sacrificados súbditos de nuestra Patria española indivisible”. En un alarde de imaginación y soltura en la adaptación a los tiempos pero sin perder el prurito moral que desde el principio de los tiempos ha caracterizado a los españoles, la sensata dirigencia de este país decide invadir Francia atrayendo a los hombres de empresa franceses para que vengan a instalar factorías en las recias tierras de España y puedan vender sus productos a los muchos millones de consumidores españoles de alto poder adquisitivo; según los ponderados cálculos de nuestro Gobierno, esta medida llevará a una españolización cada vez mayor del tejido productivo gabacho, pues a la larga sus compañías mercantiles acabarán siendo más ibéricas que el brandy Veterano, de Osborne.

Cuadro de texto:  
El casto matrimonio de don José Antonio Linares y Gómez y doña María   Dolores Macías, radiante poco después de haberse encontrado en Miranda de Ebro, mientras Garcés, al volante, sortea con cuidado y pericia las estribaciones de la Sierra de Guadarrama.

Para facilitar estos planes de invasión, el gobierno español acuerda con las corruptas instituciones gabachas la devolución de todos los naturales de la Francia atea que andaban paciendo en la provincia de Lugo, amén del pago de una reparación de guerra por la leche que éstos han producido; el profesor Franz Wolframm aún no ha inventado su prometida gasolina de hierbas, de tal manera que la repatriación no puede llevarse a término si no es en el coche de San Fernando. En la Dirección General de Seguridad, María Dolores Macías, tomada asimismo por franchute, es conducida en una cuerda de presos a la carretera de Burgos; en apenas seis días de camino, la buena mujer se hallará en Francia, la podrida tierra de la que siempre ha abominado. La devota cónyuge de Linares, siendo escasos los nombres del santoral a los que aún no ha recurrido, tiene que inventarse los mártires y víctimas de enemigos de la fe para poder seguir orando, pues quizás así el Altísimo tome nota de su desesperación y vuelva las tornas de los acontecimientos.

A la altura de Aranda de Duero, doña María Dolores se encuentra con la Tífani, todavía caracterizada de José Antonio Linares y Gómez con el fin de proteger su cuerpo de las comprensibles acometidas de los productores ganaderos lucenses. Los supuestos marido y mujer se abrazan y estrechan sus cuerpos con grandes aspavientos y alharacas, pues doña María Dolores creía a su marido ya difunto al no poder resistir la dura vida del ganado bovino por muy funcionario de casta español que fuera, y la Tífani ha de fingir que imaginaba a la señora Macías cadáver y que bulle de la emoción de reencontrarla, puesto que así lo exige el papel que se comprometió con don José Antonio a representar. Así, el supuestamente feliz matrimonio camina hasta Miranda de Ebro soñando con iniciar una nueva vida en Francia, que durará lo que tarde la muy católica esposa de don José Antonio Linares y Gómez en llegar de nuevo hasta la frontera y cruzarla para volver a España con ayuda de su confesor.

Mas no será imperativo para la señora de Linares y Gómez enhebrar una compleja estratagema, impropia de españoles, para volver a la Única Patria de los Católicos, pues su muy creyente esposo regresa a su fervoroso hogar en un camión de la honesta compañía Mudanzas La Vaca Pasiega cargado hasta los topes con productos que Garcés traslada de Andorra al mercado negro de Madrid; aquí, José Antonio Linares y Gómez actúa de custodio de las mercaderías en virtud de un salvoconducto expedido por los funcionarios de Aduanas a cargo del puesto fronterizo de Seo de Urgel. El gas-oil que alimenta el motor del camión es también de procedencia andorrana, pero la importancia estratégica de la transacción instada por Garcés es tal que justifica una excepción en el severo régimen de racionamiento impuesto a los productos petrolíferos. Así anda justificándose Linares cuando de repente distingue reflejada en el retrovisor del vehículo pesado la inconfundible silueta de su católica esposa María Dolores, con su toca negra, su chal negro, su vestido negro que roza con el suelo y sus alpargatas negras, y sobre todo con su gran crucifijo colgado del cuello, de tal envergadura que le produce continuas lesiones cervicales y la tendría todo el santo día en el traumatólogo si no fuera porque Linares no ve con buenos ojos eso de los masajes, abominable moda francesa que abre las puertas a la tentación.  Linares disipa las últimas dudas acerca de si se trata de su católica esposa cuando distingue el San Judas Tadeo de once kilos trescientos sesenta y siete gramos de peso que siempre lleva su mujer cargado a la espalda como penitencia autoimpuesta cuando sale de su católico hogar. Entonces, transfigurado por la visión de su devota y atenta esposa penando por esas carreteras de Dios, Linares apremia al conductor para que a grito pelado y a bocinazo limpio se abra paso marcha atrás a través de la caravana de vehículos que llena la carretera de Burgos, con el resultado de tres muertos y doce heridos (afortunadamente, Linares no está entre ellos; para mayor alivio de las buenas gentes de paz y orden, son todos gabachos irreverentes); la Tífani, al reconocer la voz del auténtico José Antonio Linares y Gómez, echa a correr hacia un patatal aledaño, donde es abatida por los perdigonazos del guardés al cargo, aunque las heridas no llegan a ser mortales. Perpleja ante la inopinada huida de quien ella creía su marido, doña María Dolores se asombra aún más cuando subido al camión de Mudanzas La Vaca Pasiega divisa a su auténtico esposo hasta que la muerte los separe, quien le hace señas para que suba al camión, consejo que la buena señora, ya con más estigmas que San Pedro en el segundo día de su crucifixión, no duda en seguir. Ansiosos por reencontrarse tras ocho meses de patriótico servicio con honores cumplido por el funcionario de casta español por antonomasia, los esposos Linares se funden en un caluroso y casto abrazo y narran el uno al otro sus respectivas historias. Con objeto de aplacar la más que probable santa ira de su cónyuge, Linares le cuenta algunas mentirijillas piadosas que en ningún caso ofenderán a Dios Todopoderoso, pues el Señor de los católicos siempre ha sido más indulgente con la media verdad que el de los protestantes y herejes. En concreto, José Antonio Linares y Gómez hace creer a su esposa que ha sido secuestrado por funcionarios de Investigaciones armados con Cetmes, los cuales le obligaron a servir a la Patria en Francia en contra de su voluntad, pues él hubiera preferido servirla en Cuatro Caminos que entre indecentes y rijosos gabachos. Tras referirle el maléfico plan de la CNT en el exilio para abortar los planes de invasión hostil de Francia, plan brillantemente desbaratado por los servicios de inteligencia del Estado Español, José Antonio Linares y Gómez cuenta a su mujer que quien ha estado a su lado todo ese tiempo haciéndose pasar por él no ha sido la Tífani, sino el pérfido José Antonio Linares y Gómez En El Exilio, que buscaba adoctrinarla en pecaminosas modas extranjeras para hacerle perder su ser de española por los cuatro costados. En cuanto al laboratorio donde Linares ingenió el MORAPIO, don José Antonio, hombre de infinita sapiencia y recursos verbales, afirma que en realidad albergaba obleas y vino de misa que don Eustaquio, el cura de la parroquia, le había entregado en custodia ante el temor a que cenetistas rabiosos pudiesen asaltar la Casa de Dios. Aclaradas estas molestas dudas que bien pudieran erosionar la fe ciega que doña María Dolores ha de tener en su esposo, independientemente de que los actos de éste la justifiquen o no, para que su enlace reciba la bendición de Dios, los dos felices y reencontrados esposos planean los festejos y fanfarrias que servirán para celebrar su vuelta a la vida en común.

Cuál no será la sorpresa del matrimonio Linares cuando al llegar a Madrid son recibidos como si de héroes nacionales se tratara, con el alcalde esperando a pie de camión para investir a don José Antonio con la Banda de Honor del Ayuntamiento y numerosas autoridades y figuras del arte y de la cultura, entre ellas el presidente del Real Madrid Club de Fútbol y Juanita Reina, acompañando al edil en ese magno acto de homenaje y reconocimiento a José Antonio Linares y Gómez.  Al parecer, profesores alemanes expatriados han descubierto las propiedades del MORAPIO como catalizador del sentimiento madridista que en todos nosotros anida aunque algunos le den rienda suelta y otros no, y el Ministerio está convencido de que el líquido inventado por Linares sin necesidad de pasar por aula universitaria alguna (salvo para ensayar las entrañables tonadas de sus tiempos de tuno) servirá para nuevas invasiones hostiles, en particular las de China y Japón, que los no tan sesudos como viscerales estrategas castrenses de nuestra Patria ya idean en justa represalia por la artera y marrullera actitud de los jurados chinos en el concurso de flamenco que con suma brillantez ganó Juanita Reina. La sin par intérprete de copla, allí presente, hace que Linares se ruborice cuando al entregarle su merecido premio (un cheque al portador por importe de cinco mil pesetas y una litografía de la serie “España Monumental” que reproduce la estatua del Caudillo aún hoy emplazada en Santander) se dirige a él con estas palabras: “Hay que vé, resalao, que nadie me ha llevao nunca los cafeses como tú”. Doña Juanita accede luego a continuar la fiesta en la comisaría de Cuatro Caminos, con Garcés, doña Jacinta, el tampón de sellar María de la O, los funcionarios de Investigaciones y los demás, embriagados de emoción al percibir en vivo y en directo el muy hispánico manantial de voz residente en la garganta de la artista señera que aherrojó a los gabachos, a los exiliados y a los chinos a un tiempo, y embriagados también por los vasos de Duralex llenos de vinazo del Pisuerga que corren sin tasa por la comisaría; hasta el tampón de sellar María de la O olvida su habitual semblante mohíno y se echa unas risas con Linares mientras declaman a voz en cuello diversos diálogos de “Tres sombreros de copa”, de Miguel Mihura. Hasta las doce y media de la noche hay palmas, tamboriles y castañuelas resonando en Cuatro Caminos; los guitarristas templan la sonanta una y otra vez, y doña Juanita no se arredra ante ninguno de los clásicos del repertorio de Quintero, León y Quiroga, llegando su prodigiosa voz a unos agudos tan sobrenaturales que descomponen una estación transformadora sita ochocientos metros más allá, dejando sin luz a todo Cuatro Caminos, Chamberí y Fuencarral. En medio de las tinieblas salen José Antonio Linares y Gómez, su católica esposa María Dolores y todos los demás de la comisaría; en consecuencia, la exigencia canónica de recato moral se cumple a rajatabla, pues nadie ve a nadie hacer nada. De regreso a su eclesiástico hogar, José Antonio Linares y Gómez y su fervorosa cónyuge se detienen donde siempre lo hacen después de una fiesta en la comisaría de Cuatro Caminos, con más motivo ahora que han pasado casi ocho meses de separación conyugal sólo justificada por la mediación de lo único que se puede interponer entre un varón de casta español y su mujer casada: LA PATRIA.

Mañana será otro día más en la comisaría de Cuatro Caminos y José Antonio Linares y Gómez volverá a su cometido habitual de estampar el tampón de sellar María de la O sobre miles de documentos nacionales de identidad, sin descuidar la manufactura del MORAPIO, que ahora el Real Madrid Club de Fútbol demanda por toneladas (por este motivo, los Linares van a tener que adquirir un cortijo cordobés, sito junto a la sucursal  de la reputada casa de lenocinio de la calle Cuenca abierta junto a la N-IV, con el fin de transformarlo en planta productora de reconstituyentes). Mas ningún día podrá ser ya igual que el anterior en la comisaría de Cuatro Caminos ni en ningún punto de la ancha Meseta ni de la extensa franja costera que abarca de Tuy a Fuenterrabía y de Portbou a Ayamonte, porque hoy España toda sabe que existe un héroe sin parangón desde Amadís de Gaula dispuesto a defendernos del malévolo y rijoso invasor comunista y extranjero que aguarda tras las esquinas ansioso por manchar de boñiga de vaca nuestros idolatrados símbolos nacionales. Ese héroe se llama José Antonio Linares y Gómez, funcionario de casta español, y gracias a él el mundo no olvidará nunca que Pigalle es por siempre NUESTRO.

 

 

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