Volumen recomendado: Escúchese preferentemente con pequeños audífonos emplazados cerca del tímpano, para la mejor captación de todos los matices presentes e intervenciones incluidas.

Momento propicio: En echando de menos las contracumbres.

 

 

El primer aviso que es menester dar a los oyentes incautos que eventualmente se aventuraren en este peculiar trabajo de Negativland – mordaz e insurgente colectivo que en 1979, siendo unos chavalines, brotaron inopinadamente en una adocenada y sintética urbanización próxima (o no muy lejana teniendo en cuenta las distancias que se dan en Estados Unidos) a San Francisco, California – es que no se trata de un disco de música a secas, sino de un proyecto de guerrilla de la comunicación; como tal, el sonido sólo es importante aquí en tanto que vehículo de una intención de activismo político a veces humorístico y a largos ratos perturbador. Los Negativland han reunido una larga experiencia en ello; su carrera, iniciada como se ha dicho a una edad aún pajillera con hostiles creaciones de ruido atonal en la línea de Varèse o los Faust (trufadas con saludos al PT-1, recién llegado al mercado) que serían la comidilla del instituto, ha ido dibujando una trayectoria engendril hasta la médula, jalonada como ha estado por historias que superan con creces la más delirante ficción, desde su decisión, tomada en 1991, de poner fin al retraso del entonces esperado nuevo disco de U2 sacándolo ellos mismos, iniciativa en modo alguno pasada por alto por la multinacional que edita a los vividores irlandeses, la cual hizo valer el dinero que podía pagar en abogados y acabó dejando a los Negativland casi teniendo que vender su piel para experimentos en aras de sufragar las costas del juicio, hasta su gira norteamericana de 1993, en la que cubrieron la forzada ausencia de su cantante con la voz grabada del mismo, dándole así la vuelta al concepto de playback, pasando por los conceptos en torno a los cuales giran sus álbumes: el último, de 2002, presentado como un manual de reparación de automóviles, se basa en supuestas cartas y notas halladas tras colisiones y otros accidentes de carretera, y este “Dispepsi”, de 1997, está nucleado en torno a las ficticias y escenográficas “batallas” entre dos conocidos fabricantes de agua con gas coloreada de marrón (uno de los cuales, por cierto, ha diversificado el negocio y vende en el Reino Unido agua del grifo embotellada).

¿ Es este tema suficiente para llenar un álbum? Atendiendo a la ejecutoria de los Negativland y a lo denso del contenido de “Dispepsi”, podemos asegurar que este tema llenaría un álbum doble y todavía quedaría material sobrante. Exhibiendo orgullosamente una producción experta y minuciosa (pues en 1997 los Negativland iban a cumplir veinte años haciendo collages insurrectos, buena parte de ellos sin ordenadores que les facilitaran el trabajo), “Dispepsi” recoge una abrumadora panoplia de materiales y evidencias que dejan a los dos poderosos envasadores de bebidas carbónicas a la altura del betún, casi como si manufacturasen brebajes que corroyeran el estómago y quitaran el sueño a los niños. Desde un punto de vista puramente musical, es objetable su excesivo recurso a la electrónica londinense de mediados de los noventa (aunque hay que situarla en su contexto y recordar que, por sorprendente que nos pueda parecer a los que estamos acostumbrados a los pelopinchos de índole pastillera que proliferan aquí en los extrarradios, en Estados Unidos la electrónica es considerada más o menos propia de artistas y hippies). Mas cuando tenemos en cuenta que la mayor parte de las melodías que se oyen en “Dispepsi” proceden de añejos anuncios de los dos colosos del refresco tóxico que nos ocupan, hemos de reconocer que hasta la música tiene su mérito. En todo caso, no esta ahí, como se ha dicho, el objeto y propósito de “Dispepsi”, el cual se puede encontrar más bien en el pandemónium de ejecutivos, analistas, creadores de opinión y otros parásitos de la industria del espectáculo cuyas voces y declaraciones, convenientemente troceadas, han sido incluidas en “Dispepsi” para que se retraten y retraten su dantesco entorno diario y el efecto que producen sus taimadas técnicas de manipulación en la pobre gente que no tiene ni idea de que esas cosas existen (ejemplar el tema “Voice inside my head”, en que una desgraciada chavala, cuya aparente despreocupación no consigue ocultar el maremágnum obsesivo-compulsivo que castiga su permeable cerebro, canturrea que necesita una Pepsi pero ya mismo para mostrar su “gran lealtad”, y que hay una voz dentro de su cabeza que le conmina a salir y comprarla). Impagable también es el momento en que alguien insinúa que la Coca-Cola cambió su fórmula (¿?) porque la policía mexicana torturaba a los presos inoculándoles el laxante refresco por los agujeros de la nariz. Pero por encima de todo queda el desasosegante clima que “Dispepsi” reproduce: el agobio que nace de la saturación de datos no necesitados típica de nuestra época (complementada con el escamoteo de la información que necesitamos) salpimentado por una estética cutre, de usar y tirar, típica de los ochenta, todo ello enfocado con un prisma que anticipa el del movimiento antiglobalización, que hoy parece que haya existido siempre pero que en 1997 no existía. Muy meritorio todo, sobre todo el hecho de que “Dispepsi” sea tan denso que no me permita cuadrar esta reseña en una página; todavía se me quedan detalles en el tintero que a vosotros, oyentes, os corresponde hallar.

 

 

 


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